sábado, 10 de noviembre de 2007

La habitación estaba a oscuras, apenas la tenue luz de la luna se filtraba por el gran ventanal, sólo a intervalos ya que era tapada por las nubes.
Todo permanecía en silencio, un silencio asfixiante, pero a la vez tranquilo, llevándose las preocupaciones, llevándose todo pensamiento a un lugar lejano.
Ella caminó hacia la ventana, que daba directamente a un campo, a un campo verde, y ahora gris. Apoyó las manos en el frío cristal para ver si podía devolverle la cordura, para ver si podía despertar de ese sopor incesante, del sopor de su vida.
Tan solo se escuchaba el ruido de las manecillas del reloj, que tanto controlaban su tiempo.
Tan solo podía sentir su corazón, acelerado sin motivo alguno, acelerado por todo.
Tan solo veía el campo inerte, sin ningún movimiento a parte del de las hojas de los árboles, movidas por el viento. Y arriba, en el cielo una gran luna, esperando ser observada por millones de miradas soñadoras, como la suya.
El tiempo pareció pararse en el mismo momento en el que sintió dos brazos rodeando su cintura con delicadeza, y con calor. No se movió, le gustaba esa sensación.
¿Quién era? Ni siquiera lo sabía.
Solo sabía que unos labios, también cálidos, se posaron en su cuello, haciendo que sus piernas temblaran. Solo sabía que su mano extendida fue acariciada por otra mano, con la misma calidez que había sentido antes.
No pudo soportarlo más. Y se dio la vuelta, allí estaba él.
Él, un desconocido. Pero sabía que era él.
Pero algo iba mal, su rostro no era claro, su rostro no estaba delimitado por nada, su rostro era un borrón. No pudo ver sus ojos, probablemente azules, con un destello de alegría. No pudo ver nada.
Solo un borrón.
Tampoco dijo nada. Tampoco reconoció que él era un borrón inexistente.
Solo sintió sus labios sobre los suyos, acariciándolos, con su calor y ternura. Con su boca, en realidad ausente e invisible. Dolorosamente ausente e invisible.
Cuando se separaron sintió que una parte de ella también se separaba de sí misma. Que se convertía en dos mitades.
Y le abrazó, sabiendo que el momento se acababa, sabiendo que ésta vez la luna se dejaría tapar por nubes negras. Sabiendo que esta vez no volvería a tocar sus labios ni a sentir su calor.

Despertó, con el amargo sabor en su boca de una despedida nunca producida. Despertó en su cuarto, con ese silencio asfixiante carente de tranquilidad. Despertó sola, sobre su cama, con todas las mantas tiradas en el suelo.
Suspiró y fue hacia la ventana, que ésta vez daba a una urbe, alejada del campo gris. Alejada de ésa luna que sería contemplada por ojos soñadores, que sería testigo de tantas cosas...
No esperó un cálido abrazo, de nadie. No esperó un beso. No esperó ni siquiera al mismo silencio. Sólo quería contemplar aquellos ojos, inexistentes. Aquel rostro nunca visto.
De repente se dio cuenta de que estaba tiritando. Ese frío no era real, era producto de su imaginación. Era producto de la falta de un abrazo. De su abrazo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Todos necesitamos un abrazo, nuestro abrazo. Gran relato, has conseguido que me sienta muy identificado con él. Un abrazo, María.